La tarde agonizaba, y el sol, detrás del viento,
se sacudía los rayos que en su cuerpo quedaban.
Se oían las campanas de un lejano convento,
y las sombras nacían, y el día se escapaba.
se sacudía los rayos que en su cuerpo quedaban.
Se oían las campanas de un lejano convento,
y las sombras nacían, y el día se escapaba.
Y aquella golondrina, con las alas quebradas,
delirando en un trino su pequeña figura
se mantenía en el árbol, sola y abandonada,
con la luz en silencio, con los ojos a oscuras.
Mis manos se ahuecaron ofreciéndole un nido
ella entendió, y acaso, se sintió conmovida
alzó apenas su cuerpo como un pájaro herido,
que siente en las caricias la existencia de vida.
Y la llevé a mi casa, la traté con cuidado
le di a beber el agua que curaría sus males
la puse en una jaula, sin rejas ni candados.
El sol ya es una historia. Las sombras son reales.
Y corrieron los días y el cielo en la ventana
se me volvía un paisaje colgado en una esquina.
Mientras que junto al patio, cual todas las mañanas,
un aire de jazmines se volvía golondrina.
Pero el recuerdo llega de pronto a mi memoria.
Tal vez, porque no quiero dejarlo en el olvido
porque desde ese instante se terminó la historia,
y yo me quedé solo; el ave se había ido.
Como otra golondrina que también vino herida,
que compartió mi vida, que se sentó a mi mesa
que juró estar conmigo para toda la vida,
pero mintió; y aún libre, sus alas están presas.
León Romero *
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